viernes, 26 de marzo de 2010

Un perfil chino.

Ayer, día de calor agónico de otoño santiaguino y haciendo tiempo para juntarme con mi chica, me fui a un bar chulo de mi barrio (10 de Julio/Irarrázaval) y me encontré con una china exageradamente hermosa y que nunca se ríe, generalmente parada tras una barra de mármol verde plastificado. Es el perfil de cara asiática más lindo que he visto, coronando así una silueta delgada y alta y con piernas separadas por un aire imperial y exótico. Kar Wai quedaría borracho ante mi fotografía retiniana, y Maggie Cheung solo le gana porque alguna vez sonríe.
Esta chica sería modelo famosa si un superior a mí la hubiera visto, y controlaría un bar (porque eso es lo que hace) en Hong Kong o Nueva York decorado por Starck si hubiera sido descubierta por un también superior a mí pero menor al anzuelo de top model. Eso sí, lo dejo claro, la mina es ruda, milica y habla chino, además de estar siempre controlada por un chino tan común como tan feo, por lo que es imposible para mi deseo semen-tal.

He aquí un dibujo basado en la inolvidable Cheung de “Con ánimo de amar”, y que fue mi primer dibujo publicado en éste blog y cuyo original me fue robado en la también exótica La Paz.

martes, 16 de marzo de 2010

Bar de Rene. Unas cuantas cosas menos.

Bar de Rene.

Lo cuento.
Fue hace unas semanas, un día de verano perdido en mi barrio, sin comida decente e inclinado al litro. Me junté en una mesa del Bar Munich, en Vicuña Mackenna, con una tipa por años conocida pero a quien ya casi no veía.
Terminaba la tarde y nosotros tomábamos mis recomendados shops negros, tan húmedos como su excitada vagina nunca visitada por mí. Nunca sentí inclinación por comerla y nunca la vi del todo como mujer, pues era a mi modo un amigo de chupas. Eso mismo, justamente, generó una larga frustración de su parte, pues era yo de su gusto enamorado.

La venganza será terrible.
Oscuro ya el ambiente, Ella (la llamo Ella, mejor) lanzó la idea de caminar al Bar de René, iniciativa aceptada inmediatamente por mi ya borracho sentido de existencia. Santa Isabel escondía en sus veredas su perversa santidad mientras ambos nos acercábamos al ring. Ella, robusta y entusiasta, camuflaba lo que para mí era sagrado; la amistad. Yo, fofo y borracho, seguía la amistosa sombra nocturna confundido por la esbeltez de las siluetas oscuras.
No hay recuerdos oficiales de la estadía en el nuevo bar, pero por cierto que las cervezas seguían imponiéndose al vacío de conversaciones inertes, sin interés alguno como había sido la tónica de todos nuestros últimos encuentros, hasta que el negro de las sombras se impuso en mi horizonte y conciencia, borrándome por completo, y bañado en rojo sangre desperté en la Posta del Hospital Salvador.
Un ojo hinchado y morado, herida en la cabeza, moretones en el cuerpo, boca desfigurada y cocida a la fuerza con la precisión de un Parkinson y la polera enteramente ensangrentada fue el resultado de una incierta pelea en el bar, suerte de ring o mesas de desmadre para almas católicas con deseo de perturbarse en Nochebuena.
Volví en la madrugada a mi casa con la ayuda de una prima y su auto, a quien llamé por recomendación de mi novia (que estaba demasiado lejos) desde una camilla en llamas, y una vez ya despertado luego de un dormir inquieto y desplomado, dejé atrás mi almohada grabada con sangre y al enfrentarme al espejo con una pesada caña vi mi entonces condición de vida; estaba hecho mierda.
Llamé inmediatamente a Ella para reconstruir la escena de la golpiza ¿Quién o quienes fueron? ¿porqué? ¿cómo llegué al hospital? pero nada, pues sólo atinó a decirme que se había ido antes y que me dejó tomando con un grupo de hombres.
Entonces confundido partí a la clínica para que me reconstruyan la boca, cirugía plástica que me costó cara, y así pasaron unos días de extraña sanación y sensación hasta que la huacha me llamó apresuradamente. Desde ese llamado minimalista, casi nulo, nunca más supe de ella directamente, salvo que está enclaustrada con su novio -que nunca me dejó entrar a su casa-, con quien se involucró forzadamente con el fin de superar la frustración del amor no correspondido y la soledad, y que la puede estar llevando al caos de los tornillos sueltos, asunto heredado sin lugar a dudas de sus inoperantes padres.
Quizás, solo quizás, ambos se están fumando las ganancias de la apuesta que me dio por perdedor, pues es sabido que sus vidas están atrapadas sólo entre el sexo rutinario y la marihuana distractora. No debe haber para ella mejor remedio para olvidarme, aunque en cada eyaculación del cesante amante la pobre debe tener en mente un afiche de mi inoportuna e idealizada estampa de boxeador sin derrotas.

El Bar de René, que años antes fue el lugar donde le planteé improvisadamente la intención de noviazgo con condiciones para mi favorables -aprovechándome de la situación- y que duró tan solo unas horas, hasta que (nefasto para Ella) me crucé con una mujer que me dejó loco por esos días, meses y años, ahora fue un (¿improvisado?) ring subterráneo que me dejó con un pedazo de labio menos, sin ahorros y sin aquella amiga. Mis lentes y billetera permanecieron siempre intactos.
No estoy arrepentido, pues no sentí dolor por mi anestesia alcohólica, ni tampoco perdí la vida ni a mi chica. Menos mal. Todavía no hago obra como para estar muriéndome, y menos para morir a manos de la Rana bar de René y de su obesa cómplice, el sapo que nunca comí.

Sebastián Piel.
Marzo, 2010.